La Alpujarra, además de una comarca recóndita y atractiva como pocas, es un estado mental. Un lugar al que, una vez lo conoces, siempre quieres volver. La Alpujarra es creativa y estimulante, imán para artistas y creadores. La Alpujarra es un cálido hogar para irredentos y nómadas viajeros que, entre tahas y barrancos, encuentran un puerto donde echar el ancla.
La Alpujarra es un género literario en sí mismo. De Gerald Brennan a Eduardo Castro, de Javier Valenzuela a Chris Stewart, tras la estela de Pedro Antonio de Alarcón. Literatura de viajes trufada de periodismo, vivo y palpitante, con Rafael Vílchez y Juanjo Romero como guías y banderas.
La palabra viaje tiene unas connotaciones que nos invitan a pensar en algo grande, largo, remoto, exótico, caro y complicado. Para los garbeos por nuestro entorno cercano solemos utilizar otras expresiones más de andar por casa: excursión, escapada, salida, paseíllo…
Personalmente estoy convencido de que el viaje es una actitud ante la vida y que uno puede ser viajero en su tierra al igual que hay tipos que se van a China, Vietnam, Chile o Tanzania y se comportan como pisaparques domingueros. ¿Quieren ser viajeros en Granada? Vengan a la Alpujarra y dense un paseo por los senderos que unen Pampaneira, Bubión y Capileira, olvidando el asfalto y la carretera.
Se trata de un recorrido cómodo y sencillo que, más allá de algunas cuestas y cortos repechos, es apto para todo el mundo. Está perfectamente señalizado y es muy fácil de seguir. Además, suele haber gente por los caminos. Senderistas, por ejemplo, perfectamente ataviados para la ocasión. Pero también gente del pueblo, como ese atildado señor con el que me cruzo nada más salir de Pampaneira y que, con una fotocopia de su DNI en las manos, anda más rápido que el más rápido de los corredores de montaña. Tiene pinta de ir a ultimar alguna gestión burocrática urgente y eso estimula más que la posibilidad de ganar cualquier medalla.
El primer árbol que me sale al paso es una inmensa morera cuyos frutos ya empiezan a estar maduros, alternándose los rojos con los negros en un jugoso contraste. De inmediato, un descomunal castaño y, un poco más adelante, un bosque de encinas. ¿Saben ustedes el lujazo que es disfrutar de un paseo por un auténtico bosque mediterráneo?
Como me dice Lourdes, la atenta guía del museo Casa Alpujarreña de Bubión, al agua le debemos poder disfrutar de este mágico y feraz paisaje. Y quién dice al agua dice a los pueblos que, desde los romanos a los árabes y hasta ahora mismo trazaron, mantuvieron y mantienen en uso el complejo sistema de acequias que riegan las terrazas y huertas del entorno desde tiempos inmemoriales.
Reconozco que soy escéptico a la hora de visitar casas-museo etnográficas. Suelen ser espacios sin alma con un montón de cachivaches mejor o peor expuestos. El museo Casa Alpujarreña de Bubión es una magnífica prueba que contradice mis recelos: se trata de una auténtica vivienda, ocupada hasta hace poco y comprada por el Ayuntamiento para mostrar la auténtica realidad de una casa tradicional de la zona.
Destaca el grosor de sus muros, lo que permite mantener el calor en invierno y el fresco en verano, y los tejados de alfajías, las gruesas vigas de madera de encina y castaño que caracterizan la arquitectura alpujarreña. Y la launa impermeabilizante, esa especie de arenilla compuesta por pizarra y arcilla que viste de gris las terrazas de todas casas, idénticas a las de los valles de las montañas del norte de África, por ejemplo. ¿Y el blanco? La cal se usó hace un par de siglos, para desinfectar y se convirtió en parte esencial del paisaje, perdurando hasta hoy.
El museo Casa Alpujarreña es todo un viaje en el tiempo que nos permite recordar o descubrir parte del pasado doméstico, agrícola y ganadero de nuestra cultura, con infinidad de piezas que pertenecieron a la familia que vivió en ella o que han sido donadas por los vecinos para ser expuestas.
De ahí me doy un salto a la iglesia que, con toda amabilidad, me abre una funcionaria del Ayuntamiento. A la señora encargada de mostrarla, voluntaria, le ha surgido un imponderable, pero no hay problema. ¡Qué gusto, así! Lo más interesante, el artesonado de madera. Y alguna talla, como el Cristo yacente o la Inmaculada de la sacristía, de la escuela de Alonso Cano.
Y el otro gran tesoro de los pueblos alpujarreños: sus fuentes. Fuentes generosas con abundantes caños de agua más que fresca. Una de las leyes no escritas por las que me rijo siempre que ando por aquí es beber, mucho y bien, de todas las fuentes que salgan al paso. Cuando llego a la fuente Hondera de Bubión, me tengo que contener para no saltar a su interior. La de la Pileta, abajo del todo de Capileira, es más recoleta, pero su agua de agosto le sienta a mi cuerpo tan bien como la de mayo a la tierra.
Pero si de fuentes hablamos, cómo no mencionar las de Pampaneira, cargadas de leyendas y poesía. La de San Antonio, por ejemplo, cuyo enunciado tanta inquietud provoca.
No digas de este agua no beberé,
pues esta fuente que aquí ves
es fuente de la virtud
y tiene tal magnitud
que a beber su agua invita.
La confirmó un devoto
que feligrés fue de esta Iglesia.
Soltero que la bebe con intención de casarse
¡no falla pues al instante…
novia tiene, ya lo ves!
O la del centro de la localidad, un auténtico viaje por toda la provincia compendiado en otro puñado de versos:
Puerta abierta a la Alpujarra alpina.
Balcón a la Granada marinera.
Hacia arriba, las nieves del Veleta,
al horizonte, el mar de Salobreña.
¡Viajero de la ruta Alarconiana!
Caminante que buscas la belleza,
el sol, la luz, el aire y los castaños,
el agua cristalina del Poqueira.
Para ti peregrino en sus praderas,
levantá al cielo lanzas Pampaneira
Fuente: JESÚS LENS